No puedo escuchar
hablar de la world music sin
estornudar o ponerme en guardia. Esa etiqueta sin territorios, sin memorias,
más parecida a un cambalache de biblias y calefones que a un mapa de
explorador, nunca me sedujo. Ni siquiera con sus cuidados compilados que –no lo
niego– bien usados podrían abrir una puerta impensada hacia aquellos
territorios negados.
Pero el tema se puso más complicado cuando fueron los
músicos, y ya no los sellos, los que empezaron a incorporar en su bagaje
elementos de tradiciones ajenas y lejanas. “¿Qué hacer con esto?”, nos preguntamos
al menos de Peter Gabriel para acá. Las músicas
del mundo (si no queda otra, prefiero el plural y el castellano)
trastocaron la forma de consumir música, pero también de crearla y de
entenderla. Y muchos tuvimos que forzarnos a captar que había por ahí algo que
nos estábamos perdiendo.
La cubana Yusa (La
Habana, 1973) es una exponente casi de manual de esa nueva sensibilidad
que vimos nacer. Multiinstrumentista (tocó el bajo con Santiago Feliú y Lenine,
entre otros, estudió guitarra y tres, e interpretó todos esos instrumentos más
los teclados y la percusión en su último disco, Haiku) y pasajera de géneros diversos (la nueva y la vieja trova, la MPB, el jazz-fusión, el rock,
el pop, el funk y sus variantes), despuntó como solista a comienzos de la
década ’00 cuando el sello inglés Tumi Music le editó su primer disco, Yusa, que le valió dos nominaciones a
los premios de World Music de la
BBC.
Una voz grave y
consistente y un fraseo más cercano al pop (y a veces al jazz) que al de la
música popular de la isla son sus credenciales de presentación. Yusa sortea el
mayor riesgo al que se enfrenta –el del eclecticismo– con el magnetismo de su
voz, la sencillez elegante de sus arreglos y la poesía sin pretensiones,
honesta e intimista, de sus letras.