15 de abril de 2012

Cristina Banegas: "Molly Bloom"


Fui a ver Molly Bloom al Centro Cultural de la Cooperación y volví fascinado, pero con una sensación–cómo decirlo– ambivalente. No soy crítico de teatro ni lo quiero ser. Fui como lector de Joyce, y como tal vi la obra. De allí es que percibí no sólo la tremenda ganancia que implica la propuesta. También añoré una pérdida.

Interpretada por Cristina Banegas, dirigida por Carmen Baliero, Molly Bloom está montada con retazos del célebre monólogo final de Ulises, de Joyce, en el que la mujer de Leopold asume la palabra que le fue escamoteada a lo largo de toda obra. Cuando lo hace, protagoniza una de las cimas de la historia de la literatura. Texto difícil –busca reproducir las cavilaciones insomnes, cuando el músculo duerme y la ideas se suceden vertiginosas–, sin comas ni puntos ni referencias claras.

¿Qué gana? El trabajo de Banegas es sublime. Gana, claro, en corporalidad. Ese chorro incontenible de voluptuosidad que es Molly Bloom, esa inteligencia vibrante, esa sabiduría iconoclasta, esa euforia, encuentran una voz de modulaciones de una precisión pasmosa.  Banegas exhibe un agudo conocimiento del material, de sus ramificaciones, de su laberinto. En el magma del discurso se recorta así una voz, redonda y definitiva. Una voz, no en sentido material sino existencial.  Al ser  una obra de teatro leída, al ser interpretada de pie, sin otra escenografía que el cuerpo de la actriz (que, efectivamente, es por momentos escenario de esa voz), el atril y la iluminación, elude la trampa del naturalismo, que podría reducir el monólogo a exquisito panfleto feminista.

¿Qué pierde? ¿Pierde? La segunda pregunta primero: no, no pierde en el sentido de que Molly Bloom es una obra en sí. En tanto se la aprecie así, en sus propias reglas, es fascinante. Pero es imposible dejar a un lado que es también una transposición. El texto de Molly Bloom se edifica a partir de la (excelente) selección de fragmentos y del hallazgo de una cadencia, de una música, de una gestualidad, en las palabras, con elipsis que se disimulan en la propia lógica semionírica del original. Pero la gestualidad y las inflexiones anulan esa ambigüedad radical de la obra de Joyce: no es que Joyce sea ambiguo (hasta puede ser leído como la última etapa del realismo), sino que desafía a su lector con la aparente indeterminación del discurso y con los índices equívocos. Y en esa indeterminación, en esa deriva del sentido, se representa mejor que nunca el pulso del pensamiento al borde del sueño. Ahí está uno de los grandes hallazgos joyceanos. 

Por eso, cuando el pronombre “él” –ora Leopold, ora Boylan, ora Stephen, ora otro– deja de ser esa marcación desconcertante –“él”, señalando hacia un lado, es Leopold; “él”, señalando hacia el otro, es Boylan–; cuando, más allá de lo austero de la puesta, Molly Bloom deja de ser monólogo interior para ser monólogo a secas; me veo a mí mismo extrañando ese trastorno que, aún en la relectura, me producen esas letras. 

Es otra obra, ya sé, pero el no tener que cumplir el rol de crítico de teatro me permite estas miradas arteras. 

Ups. No quería hacerlo tan largo.

Juana Molina: Un instante de incertidumbre


Si Juana Molina es un ave esquiva en la exuberante fauna porteña cantautoral es por la seriedad y concentración –casi infantil, diría, si no fuera porque esa palabra puede tener involuntarias resonancias negativas– con que juega su propio juego. En ese juego, las cosas no son lo que parecen o, peor, son y no son a la vez: la sofisticación y la candidez, la confianza y la fragilidad, la complejidad y la simpleza, el riesgo y el retraimiento, el diseño y el azar, la juventud y la madurez. Cuesta terminar de entender en ella por dónde va la cosa.

Hay un dato cierto: poca bola se le había dado por acá hasta que en 2004 un crítico del New York Times incluyó Tres cosas entre los diez mejores discos pop del año, compartiendo vitrina con U2, Björk y Brian Wilson. Desde entonces, los prejuicios (positivos, negativos) se anteponen a su obra. Hay quien la acusa de posar, de ser un globo inflado por el esnobismo. Y hay quien la defiende atacando, mirando de reojo con mueca de superioridad. Ni una actitud ni la otra permiten terminar de reconocer en ella a la personalísima trovadora de lo privado que Juana finalmente es.

Un día, su último disco, salió en 2008. Gran disco. Potente como quizás no lo era JM desde esa rareza, que, en su poética, es Rara (1996). Bailable (oh sorpresa). Complejo y abrumador: la voz de Juana se desdobla y multiplica en coros disonantes, diluyendo las letras y la melodía principal como si no importaran. Como si fueran apenas uno de los trayectos posibles por los que atravesar la canción. Los otros: los arpegios loopeados de su guitarra, la perturbadora trama percusiva electrónica, la atmósfera densa e inasible que dilata los límites del tema y lo arrastra a lo largo, a veces, de más de 7 minutos.

El de Juana Molina es un universo de incertidumbre. Historias de derivas sentimentales, de dudas, de indecisiones. Casi siempre congela una imagen y retrata el momento anterior o posterior a la acción. Nunca sabremos si esa acción se consuma o se diluye. Nunca sabremos qué hubo antes o qué hubo después de esa imagen. El mundo se abre como una posibilidad ante quien esté dispuesto a mirarlo desde ese asombro. Los destinos nunca están cerrados ni el sentido concluido. Todo está por pasar, pero no pasa, o pasa fuera de plano, o ya pasó. La palabra o el gesto del otro, la conexión, la transformación.

Para colmo, esas miniaturas son en ocasiones verdaderas antiletras. Dolientes de cotidianeidad, coloquiales hasta el extrañamiento, naïves hasta lo sospechoso. En esas letras hay una clave de Juana Molina como artista. Una clave también de su música. La forma en que, negando la sofisticación, la ejerce con una soltura y una elegancia inobjetables.


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

13 de abril de 2012

Alivio: "La escafandra y la mariposa"


Para la gente que me quiere y se preocupó por mi estado de salud tras ver El árbol de la vida, quiero contarles que me ayudó a reponerme otro dvd, el de la fantástica película de Julian Schnabel La escafandra y la mariposa (otra deuda que tenía pendiente hace tiempo). Ahí sí hay poesía, ahí sí hay un uso preciso y fulgurante de la metáfora, ahí sí hay un abordaje refinado de un tema durísimo. Ahí hay, además, un humor amargo, de ese que uno se puede permitir sólo desde adentro de la tragedia.

Gracias a los que se preocuparon...

12 de abril de 2012

Lenine: Lo que quiero es que pises sin el suelo


“Sí… pero Lenin sabía a dónde iba”, queda mascullando el Astrólogo en la primera página de Los lanzallamas. La escena continúa Los siete locos, es verdad, pero así, leída como inicio de la novela –como le gustaba a Soriano–, abre un horizonte de adrenalina que bien vale el olvido. Para saber revolucionar, hay que saber hacia dónde ir. Y Lenine –hijo de un militante comunista y una devota católica– sabe bien a dónde va: hacia el corazón musical del Brasil.

Sería exagerado decir que es un revolucionario. Pero no que es uno de los mejores compositores de ese país. Más de 500 canciones dan cuenta de su carácter prolífico. Su último disco, Chão, evidencia además su inquietud constante. Es bastante más oscuro que los anteriores, con temas cantados con la franja más grave de su registro y ajados por el ruido, por loops y arpegios deformes, por sonidos concretos. Es más experimental y, claro, más exigente en la escucha.

Lenine nació en Recife, pero vivió casi toda su vida en Río. Por eso su obra resulta, a grandes rasgos, del folklore nordestino, del samba carioca y de la música del mundo filtrada por el tropicalismo, especialmente el rock. Pero en Chão esas fuentes están más solapadas que antes, lo que no deja de resultar curioso en un disco cuyo título significa suelo, piso (como el de una casa) y, en la expresión chão de origem, tierra natal.

Lenine no tiene nada de ingenuo con las palabras. Hay ahí una síntesis brillante de esa identidad mutante que es Brasil. El suelo, lo firme, la cotidianeidad y el origen, se mueven y se alteran. En el disloque entre ese título y esa música, Lenine sabe a dónde va. Va hacia el latido de su cultura. Como dice en el tema que da título al disco: “Suelo: cabe en mi mano el pequeño latifundio de su corazón.”


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

9 de abril de 2012

Advertencia: "El árbol de la vida"


¿Alguien vio El árbol de la vida, de Terrence Malick? Por dios, no la vean. Se estrenó el año pasado y supongo que entonces no debo haber prestado mucha atención a las críticas, porque me la estampé en la cara como un nene se estampa un vidrio. La película ¿cuenta? la historia del dolor de una familia al perder un hijo. Pero lo hace con una pretensión de cine arte tan pero tan irritante que dan ganas de agarrar a patadas al televisor (menos mal que no fue en el cine).

El árbol de la vida es una colección infatigable de lugares comunes. El viento agita una hoja en otoño, la copas de los árboles en primavera. Una mariposa vuela, cruza un conejo. Madre besa a sus hijos, niños corren felices por el campo, bebé da sus primeros pasos. Padre autoritario. Escenas de la vida posmoderna. Psicodelia berreta, de colaborador de banda de barrio. Música clásica, ópera. Frases “profundas” a fuerza de palabras grandotas (dios, alma, dolor y así…). Imágenes “bellas” tipo National Geographic (volcanes, olas, planetas), pero sin locutor ni experiencia de lo sublime. Todo en un montaje de videoclip hecho con cronómetro: imagen nueva cada n segundos.

Es una película de esas que algún público califica de “loca”. Pero, en realidad, se parece más a esos boludos o esas boludas que se hacen los locos so creencia de que la extravagancia es creatividad. Nada más insoportable que un pelotudo que se cree artista. Malick no es un pelotudo, obvio. Pero quiso en El árbol de la vida hacerse el Tarkovski post MTV y no le salió mal, le salió horrible.

Eso sí, hay que reconocer que la secuencia de la “historia de la vida”, del asteroide primigenio a los dinosaurios y de ahí al mamífero en la placenta, es perfecta en su vulgaridad. 

Por último, dos cosas. Uno: ¿Palma de Oro en Cannes, Gran Premio de la Fripresci, nominaciones al Oscar? ¿Me están cargando? Dos: Tengo que confesar que no llegué a verla entera. Con semejante piña de grandilocuencia desde la primera línea del guión quedé tarado. A la hora me noqueó.

6 de abril de 2012

Agustín Guerrero: Mucho más que precocidad




El hasta ahora único disco de la Orquesta Típica Agustín Guerrero, Resurgimiento (2011), abre con un temazo llamado “La bronca del pueblo”. Cuenta Guerrero sobre el escenario, con su voz rasposa y tan tanguera, que lo escribió al ver la pueblada que se abatió sobre la comisaría de El Jagüel cuando Diego Peralta, de 17 años, apareció asesinado en 2002. Todo normal (un artista se inspira en un hecho de su entorno), si no fuera porque, por entonces, Agustín Guerrero tenía tres años menos que Peralta. Tenía sólo 14.

Cuando uno lo ve al frente de su orquesta, dirigiendo u –ocasionalmente–asumiendo el rol de pianista (es un muy buen intérprete), lo suyo produce una mezcla de admiración e indignación. Admiración, primero, por la enorme riqueza de su música: su concepción contemporánea del tango arraiga en un conocimiento histórico a priori insospechado por su edad. Así, no reniega de la melodía pero tampoco de la disonancia, el quiebre en el tempo, los juegos tímbricos. Admiración también por la habilidad para sostener una orquesta con más de una docena de jóvenes músicos y por hacerla sonar con tremenda solvencia. Indignación, claro, porque uno se pone viejo y que haga eso a los 24 años es casi una insolencia.

Pero, muy por fuera del fenómeno de su precocidad (formó la Orquesta Cerda Negra, su primera agrupación, a los 17), Agustín Guerrero es un artista formidable, como lo muestran la “Milonga” de su “Suite Salgán” (la suite completa, en realidad) o “Resurgimiento”, la composición que cierra el disco. Son piezas que deben ser escuchadas. Tarde o temprano, sí o sí.

5 de abril de 2012

Carnota: El dolor y la fiesta


Ni sé cuántas veces vi a Raúl Carnota. Lo vi en teatros, al aire libre, en bares, en centros culturales. Pero tengo un concierto clavado en la frente: bajó de un auto modesto, sacó su guitarra del baúl y se metió sin demasiada ceremonia en el gimnasio en el que iba a tocar, para una feria de artesanos de una ciudad de provincias. También sin ceremonia entró minutos después en el escenario. Silencioso, parco. Quince minutos después el gimnasio ardía. Ardía no en ese sentido exterior de las palmas y los gritos. Ardía por dentro de cada uno de los que, iniciados o meros curiosos, habían dejado en paz los mates, los cintos y los duendes de masilla para verlo.

Carnota es un imprescindible de la música argentina. Y en esas situaciones es cuando uno termina de entender por qué. Porque en vivo –como pasa en Runa (2011)– esa voz, esa guitarra y esa poesía bastan por sí solas. Y también porque Carnota, porteño de nacimiento, es una de las palancas de la transformación que hubo en los últimos años en la composición en la música de raíz folkórica. Sus chacareras asimétricas (“con piques de más”), sus zambas cruzadas por acordes de blues, establecieron un piso sobre el cual se edificó buena parte del lenguaje del –llamémosle– nuevo folklore urbano.

Porque su obra es una lúcida lectura urbana de la tradición rural. Urbana en el sentido de que debe al tango y al rock tanto como a Yupanqui y Leguizamón. Deplora el paisajismo, la consigna, la celebración boba del estereotipo. El campo de Carnota es un espacio de soledad, de derrotas, y también de dignidad. “De pobreza por afuera y de esperanza por dentro”, como el rancho de Pedro Evaristo Díaz en “Pa’l amigo”. Es ese Santiago mítico, cargado de historias y fantasmas, que oculta en sus montes resecos la cara ambigua del dolor y la fiesta. Metáfora que condensa algo que va mucho más allá de los límites de la provincia y se expande hacia las alturas de los andes y hacia el litoral.


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.