Fui a ver Molly Bloom al
Centro Cultural de la Cooperación y volví fascinado, pero con una sensación–cómo
decirlo– ambivalente. No soy crítico de teatro ni lo quiero ser. Fui como
lector de Joyce, y como tal vi la obra. De allí es que percibí no sólo la
tremenda ganancia que implica la propuesta. También añoré una pérdida.
Interpretada por Cristina Banegas, dirigida por Carmen Baliero,
Molly Bloom está montada con retazos
del célebre monólogo final de Ulises,
de Joyce, en el que la mujer de Leopold asume la palabra que le fue escamoteada
a lo largo de toda obra. Cuando lo hace, protagoniza una de las cimas de la historia
de la literatura. Texto difícil –busca reproducir las cavilaciones insomnes, cuando
el músculo duerme y la ideas se suceden vertiginosas–, sin comas ni puntos ni
referencias claras.
¿Qué gana? El trabajo de Banegas es sublime. Gana, claro, en
corporalidad. Ese chorro incontenible de voluptuosidad que es Molly Bloom, esa
inteligencia vibrante, esa sabiduría iconoclasta, esa euforia, encuentran una
voz de modulaciones de una precisión pasmosa. Banegas exhibe un agudo conocimiento del
material, de sus ramificaciones, de su laberinto. En el magma del discurso se
recorta así una voz, redonda y
definitiva. Una voz, no en sentido
material sino existencial. Al ser una obra de teatro leída, al ser interpretada
de pie, sin otra escenografía que el cuerpo de la actriz (que, efectivamente,
es por momentos escenario de esa voz), el atril y la iluminación, elude la
trampa del naturalismo, que podría reducir el monólogo a exquisito panfleto
feminista.
¿Qué pierde? ¿Pierde? La segunda pregunta primero: no, no
pierde en el sentido de que Molly Bloom
es una obra en sí. En tanto se la aprecie así, en sus propias reglas, es fascinante.
Pero es imposible dejar a un lado que es también una transposición. El texto de
Molly Bloom se edifica a partir de la (excelente) selección de fragmentos
y del hallazgo de una cadencia, de una música, de una gestualidad, en las
palabras, con elipsis que se disimulan en la propia lógica semionírica del
original. Pero la gestualidad y las inflexiones anulan esa ambigüedad radical
de la obra de Joyce: no es que Joyce sea ambiguo (hasta puede ser leído como la
última etapa del realismo), sino que desafía a su lector con la aparente
indeterminación del discurso y con los índices equívocos. Y en esa
indeterminación, en esa deriva del sentido, se representa mejor que nunca el
pulso del pensamiento al borde del sueño. Ahí está uno de los grandes hallazgos
joyceanos.
Por eso, cuando el pronombre “él” –ora Leopold, ora Boylan, ora
Stephen, ora otro– deja de ser esa marcación desconcertante –“él”, señalando hacia
un lado, es Leopold; “él”, señalando hacia el otro, es Boylan–; cuando, más
allá de lo austero de la puesta, Molly
Bloom deja de ser monólogo interior para ser monólogo a secas; me veo a mí
mismo extrañando ese trastorno que, aún en la relectura, me producen esas
letras.
Es otra obra, ya sé, pero el no tener que cumplir el rol de
crítico de teatro me permite estas miradas arteras.
Ups. No quería hacerlo tan largo.