La primera vez que escuché a Concha Buika lo
hice con desconfianza. Suelo caer en esa actitud cuando aparece alguien que tan
ajustadamente llena los casilleros de lo que la música global requiere para
hacer una estrella: talento, por supuesto, pero sobre todo un buen cuento para
contar.
María Concepción Balboa Buika es afroespañola,
hija de refugiados políticos de Guinea Ecuatorial, atractiva, carismática. Ostenta
una voz desgarrada y sensual y gran versatilidad para articular el flamenco y
la copla con músicas de diversas extracciones (el jazz, los toques latinos y
africanos). Una combinación irresistible, es claro.
Dicen que, sin lograr afianzarse en la música
y después de haber pasado por algunos trabajos inverosímiles, estaba a punto de
irse a África cuando el productor Javier Limón la retuvo, la puso al micrófono
y comenzó a orientar su camino hacia lo que es hoy: un fenómeno mundial.
Mi niña
Lola (2006) y Niña
de fuego (2008) le hicieron de golpe un lugar entre las grandes voces de la
España actual. Vino luego el homenaje a Chavela Vargas, junto a Chucho Valdés, El último trago (2009), disco que
encontró a Buika en su plenitud interpretativa. Y el último, el que viene a
presentar a la Argentina, En mi piel
(2011), un doble recopilatorio que suma sus temas incluidos en la última de
Almodóvar, La piel que habito.
Recién tras el penúltimo disco logré sacarme
de encima aquel prejuicio. Aún creo que el exotismo genera una discriminación
positiva que, en cuestiones de arte, puede ser engañosa. Pero entendí que en el
caso de Buika las peripecias de su vida eran eso, una historia, y no un recurso
de márketing. Hay voces que cuando cargan la mochila de una biografía, cargan
también las de una generación.