10 de mayo de 2013

Rufus Wainwright: Ponerse en pista



Difícil no estrellarse contra el personaje cuando se habla de Rufus Wainwright. Bombón carilindo de nivel publicitario, adolescente violado, joven atormentado, adulto responsable, chansonier sofisticado a la europea, el más cool de los musicalizadores de películas, figura icónica de la comunidad gay, bendecido artísticamente por Elton John, padre de la nieta de Leonard Cohen (que concibió con su amiga, Lorca Cohen), signo de distinción de aristocracias culturales varias (lo que no es decir músico de culto), compositor de ópera, en fin. Pero Wainwright es más que un ser multifacético y magnético. Es uno de los artistas pop más atendibles de los últimos años.

Nacido en 1973 en un ambiente de músicos, desde el comienzo coaligó en su obra influencias de lo más variadas, de la canción francesa al folk, de la ópera al rock, de la música clásica al pop tradicional. Su voz cavernosa, con un vibrato conmovedor, le puso cuerpo a temas casi siempre expansivos, ambiciosos, pero notablemente resueltos.

En lo personal, me siento más a gusto con el Wainwright de los comienzos, el de los arreglos orquestales turbadores y las canciones melancólicas. O también con el del nocturno –valga la redundancia– All days are nights: songs for Lulu, editado poco después de la muerte de su madre, solo piano y voz, con tres sonetos de Shakespeare. Su último disco, el optimista y radial Out of the game, pareciera una pasada en limpio de su trabajo celebratorio sobre las canciones de Judy Garland. Ahora, Wainwright se atreve a bailar y a poner al resto en pista. Cabe esperar que, en su primera visita, en el Gran Rex resarcirá a los no pocos cultores de su música con un recorrido transversal. Igualmente, si solo hubiera Out of the game, alcanzaría para una gran noche.

4 de mayo de 2013

Mafalda Arnauth: Un discreto juego



Como ocurrió aquí con el folklore o el tango, en Portugal, desde mediados de los 90, emergió una joven camada de fadistas que ayudaron a propios y extraños a aprender que la música popular de ese país era mucho más que la gran Amália Rodrigues. Entre ellos (o ellas, ya que muchas son mujeres), están Dulce Pontes, Mariza  y, claro, Mafalda Arnauth, es una de las voces más deslumbrantes de esa generación, que este mes vuelve a Buenos Aires.

El fado es un ritmo portuario, formado en el tráfico de músicas europeas, americanas y africanas, con toda la melancolía de una mirada clavada en el horizonte convexo de agua. Es una manera de ser en mundo, como el tango, una “estranha forma de vida”. El fado tiene una sencillez aparente casi folklórica, esto es, una complejidad que se expresa en los matices y en la difícil negociación con el pasado. Más allá de su dote vocal, es en esos terrenos donde Mafalda supo ganarse un lugar privilegiado, también como compositora.

En buena parte de sus discos recurre casi en exclusiva al instrumental típico del género: guitarra portuguesa, guitarra clásica, bajo acústico. Pero en Fadas (2010), su sexta y por ahora última obra, decidió virar y, al abordar un repertorio clásico, incorporó recursos e instrumentos de otras tradiciones, como el acordeón, el chelo e incluso el saxo, por no mencionar el bonus piazzoleano de “Invierno porteño” (su guitarrista, Ramón Maschio, es argentino). Como resultado, Mafalda ofrece allí una mezcla de frescura y clasicismo, un muy discreto juego entre innovación y tradición.