Difícil no estrellarse contra el personaje cuando se habla de Rufus
Wainwright. Bombón carilindo de nivel publicitario, adolescente violado, joven
atormentado, adulto responsable, chansonier
sofisticado a la europea, el más cool
de los musicalizadores de películas, figura icónica de la comunidad gay, bendecido artísticamente por Elton
John, padre de la nieta de Leonard Cohen (que concibió con su amiga, Lorca
Cohen), signo de distinción de aristocracias culturales varias (lo que no es
decir músico de culto), compositor de ópera, en fin. Pero Wainwright es más que
un ser multifacético y magnético. Es uno de los artistas pop más atendibles de
los últimos años.
Nacido en 1973 en un ambiente de músicos, desde el comienzo coaligó en
su obra influencias de lo más variadas, de la canción francesa al folk, de la
ópera al rock, de la música clásica al pop tradicional. Su voz cavernosa, con
un vibrato conmovedor, le puso cuerpo a temas casi siempre expansivos, ambiciosos,
pero notablemente resueltos.
En lo personal, me siento más a gusto con el Wainwright de los
comienzos, el de los arreglos orquestales turbadores y las canciones
melancólicas. O también con el del nocturno –valga la redundancia– All days are nights: songs for Lulu,
editado poco después de la muerte de su madre, solo piano y voz, con tres
sonetos de Shakespeare. Su último disco, el optimista y radial Out of the game, pareciera una pasada
en limpio de su trabajo celebratorio sobre las canciones de Judy Garland. Ahora,
Wainwright se atreve a bailar y a poner al resto en pista. Cabe esperar que, en su primera visita, en el Gran Rex resarcirá a los no pocos
cultores de su música con un recorrido transversal. Igualmente, si solo hubiera
Out of the game, alcanzaría para una
gran noche.