4 de mayo de 2013

Mafalda Arnauth: Un discreto juego



Como ocurrió aquí con el folklore o el tango, en Portugal, desde mediados de los 90, emergió una joven camada de fadistas que ayudaron a propios y extraños a aprender que la música popular de ese país era mucho más que la gran Amália Rodrigues. Entre ellos (o ellas, ya que muchas son mujeres), están Dulce Pontes, Mariza  y, claro, Mafalda Arnauth, es una de las voces más deslumbrantes de esa generación, que este mes vuelve a Buenos Aires.

El fado es un ritmo portuario, formado en el tráfico de músicas europeas, americanas y africanas, con toda la melancolía de una mirada clavada en el horizonte convexo de agua. Es una manera de ser en mundo, como el tango, una “estranha forma de vida”. El fado tiene una sencillez aparente casi folklórica, esto es, una complejidad que se expresa en los matices y en la difícil negociación con el pasado. Más allá de su dote vocal, es en esos terrenos donde Mafalda supo ganarse un lugar privilegiado, también como compositora.

En buena parte de sus discos recurre casi en exclusiva al instrumental típico del género: guitarra portuguesa, guitarra clásica, bajo acústico. Pero en Fadas (2010), su sexta y por ahora última obra, decidió virar y, al abordar un repertorio clásico, incorporó recursos e instrumentos de otras tradiciones, como el acordeón, el chelo e incluso el saxo, por no mencionar el bonus piazzoleano de “Invierno porteño” (su guitarrista, Ramón Maschio, es argentino). Como resultado, Mafalda ofrece allí una mezcla de frescura y clasicismo, un muy discreto juego entre innovación y tradición.

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