Como ocurrió aquí con el folklore o el tango, en Portugal, desde
mediados de los 90, emergió una joven camada de fadistas que ayudaron a propios
y extraños a aprender que la música popular de ese país era mucho más que la
gran Amália Rodrigues. Entre ellos (o ellas, ya que muchas son mujeres), están Dulce
Pontes, Mariza y, claro, Mafalda
Arnauth, es una de las voces más deslumbrantes de esa generación, que este mes
vuelve a Buenos Aires.
El fado es un ritmo portuario, formado en el tráfico de músicas europeas,
americanas y africanas, con toda la melancolía de una mirada clavada en el
horizonte convexo de agua. Es una manera de ser en mundo, como el tango, una
“estranha forma de vida”. El fado tiene una sencillez aparente casi folklórica,
esto es, una complejidad que se expresa en los matices y en la difícil
negociación con el pasado. Más allá de su dote vocal, es en esos terrenos donde
Mafalda supo ganarse un lugar privilegiado, también como compositora.
En buena parte de sus discos recurre casi en exclusiva al instrumental típico
del género: guitarra portuguesa, guitarra clásica, bajo acústico. Pero en Fadas (2010), su sexta y por ahora última
obra, decidió virar y, al abordar un repertorio clásico, incorporó recursos e
instrumentos de otras tradiciones, como el acordeón, el chelo e incluso el saxo,
por no mencionar el bonus piazzoleano
de “Invierno porteño” (su guitarrista, Ramón Maschio, es argentino). Como
resultado, Mafalda ofrece allí una mezcla de frescura y clasicismo, un muy discreto juego entre innovación y tradición.
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