La primera vez que vi a Raly Barrionuevo, hace mucho, quedé prendido,
más que por su música, por su presencia en el escenario. Me impactó la solidez
del show, su capacidad para conectar con la gente. Supongo que no fui el único
en pensar que nunca había visto a alguien que se pareciera tanto a León Gieco,
ese hechizador de multitudes.
La última vez que lo vi, hace no tanto, me capturó su voz. Cuando
apareció Raly, hace unos quince años, me resultaba muy almibarada. El contexto
no ayudaba: el folklore empalagoso parecía contaminarlo todo. Pero, si bien sus
temas tenían sin duda inclinaciones melódicas, los invitados de su primer disco
(Peteco, Heredia, Coplanacu) sugerían que Raly estaba pasando de contrabando en
una movida en la no encajaba del todo, o para nada.
Los años mostraron que el “folklore joven” (ay…) tenía muchos matices.
A su vez, Raly supo desmarcarse con su toma de partido en causas sociales y
políticas. A fuerza de mostrar que no era lo que querían que fuera, su voz pudo
ser comprendida de otra forma. Pocos hombres en la música popular tienen esa
dulzura y esa precisión en las inflexiones, como lo muestra el bellísimo y vintage Radio AM (2009), en que se calza el traje de cantor y recorre
piezas de otras eras.
Si aquel era una reivindicación de los orígenes, parecía también preparar
lo que venía, Rodar (2012), el disco
menos folklórico de su carrera. Con canciones más cercanas al folk-rock de los
60 (armónica, guitarra slide, coros,
bucolismo mochilero), es como si Raly se dispusiera a heredar de una vez el
sillón del rey de la selva.