No hay en la
Argentina un género con una relación tan compleja con su territorio
como el chamamé. Es el género del desarraigo por excelencia. Desarraigado en el
baile suburbano que cobijó al migrante del Litoral. Desarraigado también en los
exilios laborales de Raúl Barboza, de Rudi y Niní Flores, que desgranan sus
lamentos de acordeona en los teatros
de París.
El chamamé habita ese tironeo constante entre las grandes ciudades
y la tierra que lo vio nacer. En ese mismísimo lugar se pararon los Núñez, Juan
y Marcos, misioneros, bandoneonista y guitarrista, cuando llamaron a un mendocino
(cordobés de crianza, porteño de afincamiento), a Chacho Ruiz Guiñazú, e
introdujeron la percusión en lo que por entonces era ya un exquisito dúo. Así
nació una de las formaciones más inusuales y sorprendentes de la música
litoraleña.
En Los Núñez y Ruiz Guiñazú hay paisaje. Está la
exhuberancia de la selva, la calidez a veces soporífera de la atmósfera, la
frescura de las gotas flotando en el aire de los saltos de agua. Hay una mirada
incluso idílica, celebratoria de ese paisaje. Una selva que no es amenaza. Una
selva domesticada, la de las picadas de tierra colorada que la surcan para comunicar
al mosaico cultural de Misiones.
Hay estirpe chamamecera también. Un conocimiento profundo de
los padres fundadores, toda la vitalidad y alegría que expresan esta música y
sus aledañas (el schotis, la polca, la galopa, la guarania) y, sublimada, esa
cosa plebeya del baile sobre el piso de tierra. Pero hay también mucha sutileza.
En el toque sabio de Juan Núñez sobre los botones de su instrumento, en el
contrapunto preciso y nunca accesorio de las cuerdas de Marcos, en los sonidos
acuáticos y la concepción camarística del Chacho, que integró la percusión con
una naturalidad sorprendente en un género que –hasta él– poco parecía
necesitarla.
Los Núñez y Ruiz Guiñazú son parte nodal de una generación
que, sin renunciar a la tradición ni al sentimiento del chamamé, se propuso
llevarlo hacia otro plano expresivo y artístico. Que se decidió a culminar la
ardua tarea comenzada en los ‘80 de sacar al género del gueto de las submúsicas
en el que –en buena medida por prejuicio de clase– se lo había colocado.
Quizás por eso su último y extraordinario disco se llama
apenas Chamamé. Sobre un mapa de
Misiones, la palabra es una elocuente declaración de principios. Donde antes había
metáfora (Tierra de agua se llamó el
primero) está hoy, plantado con orgullo, el nombre que alguna vez fue estigma.
Adentro, el trío ratifica lo que ya demostró en su primera
obra: talento para componer, para revisar los clásicos (y, por segunda vez,
contrabandear por la Triple Frontera
un baión de Hermeto Pascoal que parece compuesto en Oberá) y para congeniar no
solo con Barboza sino con otros dos invitados de la troupe de Bajofondo, Javier Casalla (violín) y Cristóbal Repetto
(voz), que también parecen nacidos en Oberá (mientras Hermeto componía, claro).
Periódicamente, Los Núñez y Ruiz Guiñazú se presentan en el
CAFF, su base de operaciones porteña. Perdérselo es estar frente a la puerta de
un mundo mágico y no cruzarla. Por temor, por prejuicio, por desconocimiento,
por desprecio, por lo que sea, pero no cruzarla.
* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.