6 de septiembre de 2011

Falete: Más allá del flamenco, más allá del escándalo



Como un boxeador que busca ganar los cinturones de las distintas asociaciones para decirse realmente campeón mundial, Falete logró calzarse las dos coronas del flamenco: “Vuelve el rey y la reina del cante flamenco”, dice, y claro, es muy factible que tenga razón. El rey y la reina en ejercicio es esta figura robusta, de voz extraordinaria, que deslumbró en 2009 en su primera visita al país y que llega ahora para certificar que puede ser el/la gran cantaor/a del siglo XXI.

Nacido en Sevilla en 1978, Rafael Ojeda Rojas desacomodó el tablero de la música andaluza con el éxito de su primer disco solista, Amar duele (2004). Con los que le siguieron –Puta mentira (2006), Coplas que nos han matao (2007), ¿Quién te crees tú? (2008) y Sin censura (que sale por estos días)– dejó de ser una revelación para atreverse por derecho propio a reclamar el doble trono.

Falete es distinto por donde se lo mire: su sexualidad ambigua, su magnética presencia escénica, su capacidad para dar con la nota justa en versos en los que el desgarro y la sensualidad hacen causa común, su visceralidad flamenca sazonada con tintes melodramáticos casi caribeños. A las rumbas, bulerías y coplas, suma boleros y un abanico de canciones de las más diversas extracciones –“Palabras para Julia”, “Se me olvidó otra vez” (el tema de Juan Gabriel que popularizó Maná), “Procuro olvidarte”– a las que atraviesa como una tromba de lágrimas, sudor, sangre y quejíos.

Resulta difícil de calibrar desde acá la complejidad de la ascendente figura de Falete en la cultura española. Hay algo en Falete que parece no encajar, que genera siempre un resto de inquietud y resquemor, que sacude las certezas de una sociedad en crisis profunda por el desacople entre sus secretos y sus apariencias. Quizás por eso hay allá una obsesión por descubrir cuánto en Falete es un montaje.

Él jura y rejura que no hay una pizca de insinceridad, que no es un producto del marketing. Y uno le cree. No porque su voz transmite una verdad ancestral (como lo hace), sino porque uno intuye que esto no tiene por qué ser contradictorio con su apariencia de maquillajes, mantillas y abanicos. Pero cierta España, desgarrada entre lo que era y lo que creía ser, no puede ver en Falete más que la distancia entre lo que supuestamente es y lo que dice ser.

Falete se vio más de una vez enmarañado en escándalos con unos ex novios de pesadilla. Un tal Isaac, con quien proyectó casarse, saltó a las noticias cuando denunció que fue secuestrado, pero después confesó que fue él mismo el que se guardó (al parecer, para esconderse del cantante). El culebrón culminó con un capítulo inverosímil: Isaac dijo que era heterosexual y que Falete lo había embrujado para que creyera que era una mujer.

Luego vino Antonio, detenido cuando lo acusaron de robar un auto a punta de navaja (el lío pasó porque, al parecer, fue una confusión). Toni, stripper de profesión, y Falete rompieron poco después y el primero volvió a los estudios de TV para asegurar que su noviazgo era una montaje y (otra vez) que él era heterosexual. Este año Antonio coronó su meteórica carrera con el desembarco en el cine porno al frente del elenco de una película cuyo título incluye las palabras “Falete” y “mete”.

¿Importa acaso todo esto? No sé. Seguramente no, pero se me antoja que el escándalo, voluntario o no, no es ajeno al arte de Falete. Quiera o no, a través de él el sevillano se vuelve en ocasiones tan indigerible para la España pacata como lo era el último de los gitanos en los albores del siglo XX. Aunque el tiempo tirano de las pantallas de la tarde deje en un segundo plano su excelencia como músico, hay algo ahí que mantiene vivo el fondo revulsivo de un género nacido y criado en los arrabales de la cultura española, en las cuevas y antros de mala muerte del sur.

Es por eso que nunca va a cerrar del todo, no por su travestismo. Siempre será una presencia incómoda, provocadora, paradigmática, una voz única también, por supuesto, pero que resume en sí misma mucho más que el sentido de un par de redondas coplas.


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

10 de agosto de 2011

Coro Gospel de Argentina: Mística negra en tierras porteñas





¿Un coro gospel de Buenos Aires? Vamos, suena un poco raro, como cuando aparece en Cosquín un japonés cantando chacareras. No es que la música religiosa afroestadounidense sea completamente desconocida por acá: algo aparece en el repertorio de coros y grupos vocales –inclinados en general más por una expresión particular: los negro spirituals–, incluso algunas formaciones especializadas hoy olvidadas abrieron cierto antecedente, pero eso no bastó para que el género echara raíces.

Sin embargo, ahí está, creciendo a paso firme, el Coro Gospel de Argentina. Después de dos años de duro trabajo, muchas presentaciones en iglesias, eventos, teatros y también como invitados de Dancing Mood (véase DVD 100 Nicetos o, en su defecto, Youtube) y un buen disco –This is how we do it! (2010)–, el Coro demostró que no es apenas un grupo de entusiastas. Hay que escucharlo para ver hasta qué punto la cosa va en serio.

Uno de sus motores, Franco Gandullo, productor artístico y ejecutivo, ya había sembrado una semilla en la capital mediterránea, el Córdoba Gospel Choir, que aún hoy sigue en camino con notables resultados. Gandullo se vino a Buenos Aires a replicar y potenciar esa experiencia y encontró acá a una compañera ideal: Natalia Welbey, directora del grupo.

Natalia tiene una voz extraordinaria, una técnica depuradísima y mucha ruta en sus escasos 33 años: acompañó como corista en giras o grabaciones a –por solo empezar a enumerar– Pedro Aznar, Vitale, Baglietto, Bob Telson, Diego Torres, Víctor Heredia, Bahiano, Mihanovich, Patricia Sosa; hizo cruceros, cantó en Nueva York, en México, hizo jazz… Domina todas las facetas del canto negro: la épica, el desgarro, la seducción, el susurro, el rugido, el melisma.

Tras ella, se alinean 100 (¡cien!) cantantes amateurs y profesionales unidos por el amor a esta música y una pequeña pero muy sólida formación instrumental (piano, bajo, guitarra y batería). Juntos, recorren un repertorio que atraviesa 250 años, del himno “Oh, Happy Day” (del siglo XVIII) o el spiritual tradicional “I Wanna Be Ready” a gemas del cancionero contemporáneo: “Bridge over Troubled Water” (de Simon & Garfunkel, vía Aretha Franklin), “Victory” (de Yolanda Adams, figura central del gospel actual) o “I Believe I Can Fly” (balada hitera de los ’90 firmada por R. Kelly).

El Coro Gospel está aún en etapa formativa. Sus versiones son cuidadísimas, el sentimiento es sincero, pero lo que hay por delante es todavía mucho más de lo que hay por detrás. Lo cierto es que ya existe y, además de potencial, tiene un brillante presente.

14 de julio de 2011

Los Núñez y Ruiz Guiñazú: Una puerta al mágico mundo del chamamé



No hay en la Argentina un género con una relación tan compleja con su territorio como el chamamé. Es el género del desarraigo por excelencia. Desarraigado en el baile suburbano que cobijó al migrante del Litoral. Desarraigado también en los exilios laborales de Raúl Barboza, de Rudi y Niní Flores, que desgranan sus lamentos de acordeona en los teatros de París.

El chamamé habita ese tironeo constante entre las grandes ciudades y la tierra que lo vio nacer. En ese mismísimo lugar se pararon los Núñez, Juan y Marcos, misioneros, bandoneonista y guitarrista, cuando llamaron a un mendocino (cordobés de crianza, porteño de afincamiento), a Chacho Ruiz Guiñazú, e introdujeron la percusión en lo que por entonces era ya un exquisito dúo. Así nació una de las formaciones más inusuales y sorprendentes de la música litoraleña.

En Los Núñez y Ruiz Guiñazú hay paisaje. Está la exhuberancia de la selva, la calidez a veces soporífera de la atmósfera, la frescura de las gotas flotando en el aire de los saltos de agua. Hay una mirada incluso idílica, celebratoria de ese paisaje. Una selva que no es amenaza. Una selva domesticada, la de las picadas de tierra colorada que la surcan para comunicar al mosaico cultural de Misiones.

Hay estirpe chamamecera también. Un conocimiento profundo de los padres fundadores, toda la vitalidad y alegría que expresan esta música y sus aledañas (el schotis, la polca, la galopa, la guarania) y, sublimada, esa cosa plebeya del baile sobre el piso de tierra. Pero hay también mucha sutileza. En el toque sabio de Juan Núñez sobre los botones de su instrumento, en el contrapunto preciso y nunca accesorio de las cuerdas de Marcos, en los sonidos acuáticos y la concepción camarística del Chacho, que integró la percusión con una naturalidad sorprendente en un género que –hasta él– poco parecía necesitarla.

Los Núñez y Ruiz Guiñazú son parte nodal de una generación que, sin renunciar a la tradición ni al sentimiento del chamamé, se propuso llevarlo hacia otro plano expresivo y artístico. Que se decidió a culminar la ardua tarea comenzada en los ‘80 de sacar al género del gueto de las submúsicas en el que –en buena medida por prejuicio de clase– se lo había colocado.

Quizás por eso su último y extraordinario disco se llama apenas Chamamé. Sobre un mapa de Misiones, la palabra es una elocuente declaración de principios. Donde antes había metáfora (Tierra de agua se llamó el primero) está hoy, plantado con orgullo, el nombre que alguna vez fue estigma.

Adentro, el trío ratifica lo que ya demostró en su primera obra: talento para componer, para revisar los clásicos (y, por segunda vez, contrabandear por la Triple Frontera un baión de Hermeto Pascoal que parece compuesto en Oberá) y para congeniar no solo con Barboza sino con otros dos invitados de la troupe de Bajofondo, Javier Casalla (violín) y Cristóbal Repetto (voz), que también parecen nacidos en Oberá (mientras Hermeto componía, claro).

Periódicamente, Los Núñez y Ruiz Guiñazú se presentan en el CAFF, su base de operaciones porteña. Perdérselo es estar frente a la puerta de un mundo mágico y no cruzarla. Por temor, por prejuicio, por desconocimiento, por desprecio, por lo que sea, pero no cruzarla.


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

10 de junio de 2011

Pedro Aznar: A solas con la canción



La gráfica de A solas con el mundo, el último disco de Pedro Aznar, es una proyección de su idea de la música. Sobria, elegante, informada (traducción de letras en inglés, afinación de la guitarra, ubicación del capotraste). Las fotografías lo registran en ámbitos ferroviarios (una vieja estación de estilo inglés, un vagón), acompañado de dos niños. Todos vestidos de época. Él con un jardinero y una guitarra, cual trovador de pueblo. Los chicos, mirándolo tocar. Los colores gastados y el tratamiento lumínico lo dicen todo: una melancolía dulce, una soledad compartida, el arte como forma de tránsito por la vida.

Pedro Aznar viene del rock, pasó por el jazz, quizás las dos músicas más libres y desprejuiciadas que dio el siglo XIX, y desde ese desprejuicio se vio seducido por todo el mundo de la canción, en donde las fronteras se desdibujan. Auscultar con delicadeza la sencillez de una obra de Violeta Parra o la poesía de Joni Mitchell es para él tan natural como calzarse el bajo y arremeter con potencia rockera algún clásico de los ’80.

A solas con el mundo va en busca de una relación cercana, casi artesanal, íntima, con un puñado canciones de otros (un “otros” que va –nada menos– de Calamaro al Cuchi Leguizamón, de Bob Telson a las coplas norteñas, de Harrison a Cazuza). Aznar tiene una comprensión del hecho musical que descoloca.


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

10 de mayo de 2011

Kovadloff + Moguilevsky + Lerner: Cortázar

Un tal julio

La idea de ver a Santiago Kovadloff leyendo a Cortázar me generaba una mezcla rara de atracción y desconfianza. Kovadloff, filósofo, escritor y poeta, pero también contertulio de Macri, Chiche Duhalde, Francisco de Narváez, le ponía voz al escritor que hizo de la revolución una profesión de fe.

Los celebrados antecedentes de Informe Pessoa (2006) y Lo que Borges nos contó (2008), espectáculos montados también en Clásica y Moderna, y la presencia de César Lerner y Marcelo Moguilevsky, dos músicos a los que le firmo cualquier cheque en blanco, terminaron de decidirme.

Llegué a la tradicional librería-café de la avenida Callao en medio de una tormenta bíblica, el día del estreno. Pero, como la lluvia torrencial, esa noche la política no transpuso el umbral. Al menos la política en el sentido más mundano: entró, sí, esa política de la lengua que Cortázar practicó con la misma pasión y entrega, con el mismo radicalismo que asumió en sus tomas de posición ideológicas.

Como ocurrió con Fernando Pessoa y Jorge Luis Borges, Un tal Julio es un recorrido verbal y musical por el universo del escritor, a través de algunos de sus textos más emblemáticos y de otros –firmados por su amigo Eduardo Jonquières, la uruguaya Cristina Peri Rossi y el propio Kovadloff– que sirven a completar el cuadro.

Varios pasajes célebres de Rayuela (“El paraguas”, “Apenas él le amalaba”, “Rocamadour”, “Toco tu boca”); “Las líneas de la mano” (de Historias de Cronopios y de Famas); un diálogo entre Johnny Carter y Bruno, de “El perseguidor”; un par de cuentos de Final de juego (como “Continuidad de los parques”); algo de La vuelta al día en ochenta mundos; los textos se suceden en la voz profunda y cavernosa de Kovadloff, jalonados por música compuesta especialmente para el espectáculo.

La selección, claro, se mueve dentro de lo que cualquier lector de Cortázar maneja como información básica. Una especie de greatest hits en el que no hay tensión ni choque con las expectativas del espectador. La premisa, por el contrario, es el placer del recorrido mutuo. Si alguna forma de distanciamiento aparece, es la que imponen los escenarios que, cuando no indeterminados, son franceses. Es un Cortázar a la vez familiar y extranjero, aquel de la erre del tozudo acento belga.

Lo que interesa a Kovadloff, Moguilevsky y Lerner, incluso si el fragmento proviene de una novela o un cuento, no es el Cortázar narrador de historias sino el Cortázar poeta, el experimentador de la palabra. Y lo que hace la supresión del contexto –a través de la selección– o lo difuso de las referencias geográficas es justamente eso: colocar en primer plano la relación juguetona y sensual que el escritor mantenía con la lengua.

Cuando lee, Kovadloff no declama. No actúa. No gesticula. Sentado con sus manos sobre las rodillas, su voz sola basta para sostener y proyectar el mundo cortazariano, para interpretarlo, re-crearlo, para hacer presente la voz ajena a través de la propia y hallar una voz propia en la voz ajena.

Pero Un tal Julio no es una lectura en voz alta acompañada de música. Es un diálogo de cuatro artistas, en el que Lerner y Moguilevsky participan en pie de igualdad con Cortázar y Kovadloff. El primero, al piano, con acordeón y elementos de percusión; el segundo, con clarinete, clarinete bajo, armónica y arpa de boca. Ambos reponen con sutileza y hondura, y también con alegría, en el plano musical, las tonalidades que Cortazar exploró en esos pasajes.

En las piezas recurren al jazz (tan caro a un tal Julio…), a la música klezmer (en la que el dúo trabaja desde mediados de los ’90), al vals y la tradición centroeuropea, incluso a una habanera (que mucho remite a esos tangos un poco burdos que músicos judíos compusieron a comienzos del siglo XX: otra vez, lo familiar devuelto en un aire de extranjería). La música, en su abstracción, en el recogimiento a que invita, dispara los sentidos de los textos, los subraya y los comenta, prepara el escenario para las palabras que vendrán.

En tándem con el indudable talento de Kovadloff como lector, la música participa por derecho propio (a fin de cuentas, Cortázar era también un melómano) en la celebración de una poética que, aunque deba cargar con el peso de haberse transformado en insignia literaria de toda una época, está mucho más vigente de lo que algún gesto esnob pudiera pretender.

Una poética que es también una política del lenguaje y del arte. Esa fue, sí, la política que cruzó el umbral aquella noche, mientras afuera diluviaba. 


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

6 de mayo de 2011

Eddie Shaw: el heredero de Howlin' Wolf



Excepto algunos grandes nombres, la escena del blues de Estados Unidos es una escena reducida, en la que enormes músicos sobreviven en pequeños bares de blancos o sueñan con saltar el cerco del público negro y llegar a las mejor dotadas billeteras caucásicas. Tras el auge de los ’60 y ’70, el género cayó muchos puestos en las preferencias anglosajonas. La segunda generación de la movida de Chicago nunca pudo ocupar los espacios que dejaron vacantes Willie Dixon, Muddy Waters, Howlin’ Wolf o Jimmy Reed.

Paradójicamente, esa circunstancia transformó el estrecho circuito en una mina de oro para productores y público de una ciudad con un pequeño y fiel corazón blusero como Buenos Aires. El año pasado vino John Primer, último guitarrista de Muddy Waters, y encendió el húmedo auditorio del Bauen. Ahora llega Eddie Shaw, saxofonista que integró el grupo de Waters, fue arreglador en decenas de grabaciones (entre ellas, de Dixon) y un pilar de la banda de Howlin’ Wolf. A tal punto que, tras su muerte, siguió al frente de la agrupación bajo el nombre de Eddie Shaw & The Wolf Gang.

Con un estilo personal (adopta en el canto algunos yeites del vocalista que aullaba como lobo y elige en sus solos de saxo frases punzantes y entrecortadas, como si tocara la guitarra), mucho, mucho oficio, ganado en horas sobre el escenario, y –seguramente– un agudo sentido del show (para el músico de Chicago el blues no es solo tristeza, es también sensualidad, baile y diversión), Eddie Shaw dará cátedra en La Trastienda.

3 de mayo de 2011

Tonolec: Mutatis mutandi



Tonolec no gusta ni de los cambios bruscos ni de la inmovilidad. Prefiere, más bien, explorar cada vez porciones nuevas del terreno con paso cauto y herramientas conocidas. En 2005, con Tonolec, el dúo chaqueño formado por Charo Bogarín y Diego Pérez sorprendió a todos con su ajuste –tan respetuoso como contemporáneo– entre los cantos tobas y la electrónica. A tono con los transitados senderos internacionales de la etno-electrónica, pero con un nivel de profesionalismo y sinceridad que desmentía cualquier acusación de oportunismo. En Plegaria del árbol negro (2008) y en presentaciones en vivo plasmaron algunos giros sobre la propuesta inicial: su consolidación como compositores, la aparición de piezas folklóricas clásicas, el ensayo del formato acústico.

Tonolec Folk - Los pasos labrados (2010) registró una nueva mudanza. El disco es un homenaje a la música latinoamericana, a través de un repertorio ajeno en el que sobresalen las firmas de Violeta Parra, Ramón Ayala, Luna-Ramírez, Daniel Toro, Gieco, Cocomarola y Yupanqui. Hay programaciones, pero también un acriollamiento de los instrumentos y un alejamiento de las formas más pop en el canto.

Luego de aquel impacto inicial, Tonolec no volvió a sorprender, pero tampoco nunca defraudó. La honestidad de su propuesta (tenían una puerta abierta a la pista de baile y decidieron no cruzarla), la química entre ellos y la tremenda fuerza escénica de Bogarín hacen de cada recital una verdadera experiencia. 


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.