Quizás los canales de televisión no van a transmitir en directo. Pero toda
la patria blusera sabe de la enormidad que significa tener en Buenos Aires a James
Cotton, uno de los sobrevivientes de la generación de músicos crecida en las
profundidades del Sur en la primera mitad del siglo XX.
Cotton se crio en un campo de algodón de Mississippi y quedó huérfano
de niño. Mientras se convertía en un prodigio de la armónica, rindió todas las
pruebas: bailes de mala muerte en Arkansas y Mississippi, espectáculos en la
Beale Street de Memphis, inserción en la escena de Chicago (donde fue ladero de
Muddy Waters). Hasta el renacimiento del género en los 60, del que fue
protagonista.
Hay un tema autobiográfico en Cotton
Mouth Man (2013) que se llama justamente “Él estuvo ahí”. Pero nada más
lejos que Cotton de un dinosaurio aferrado a su gloria. Allí, no sólo los temas
son casi todos nuevos sino que muestra que aún es capaz de hacer tremolar el
instrumento y redefinir su estilo con dignidad.
Si algo caracterizó el sonido de James Cotton fue la virilidad, el aire
soplado y aspirado tan brutalmente que no daban abasto las lengüetas, al borde de la saturación
(no casualmente su banda fue pionera en usar distorsión en la guitarra). En
escena, supo ser un portento bañado en sudor.
Hoy debe tocar sentado, es cierto, pero, tranquilos, su fiereza no se
ha apaciguado. Como lo muestra el nuevo disco –o el anterior, Giant, nominado a un Grammy–, mientras
James Cotton siga en pista, Chicago seguirá siendo la “ciudad del viento”.