“Todos están locos con Eruca”, me dijo alguien no lejano a Eruca
Sativa, entusiasmado con el fenómeno que está cosechando, en apenas cinco años,
lo que casi toda banda ascendente quiere recoger: triunfos en concursos y
encuestas de radios y revistas y canales y suplementos especializados, nominaciones
a premios, contrato con una multinacional. Todo muy rápido: a fines de la
década pasada, Eruca era apenas una banda con esas resonancias un poco difusas
que desde el ombligo porteño tienen los grupos del interior (de Córdoba, en
este caso).
Lo que resonaba era La carne (2008),
un disco de una sinceridad encantadora, pero apenas un ejercicio, una promesa, comparado
con el tercero y último, Blanco
(2012), tremenda obra, pieza de relojería infernal, sin un solo desperdicio.
Lula Bertoldi canta y toca mejor que nunca (ese desgarro, esa mueca
burlona, esa rabia); Brenda Martin, versátil y virtuosa, muestra que no basta
con portar un bajo de cinco cuerdas: hay que saber usarlo; Gabriel Pedernera,
el relojero, sostiene a las chicas con pulso firme siempre esquivando
obviedades.
No existe en el rock nada más vibrante que un power trío sonando al
palo. Eruca está a la altura de los mejores. Con el grunge en el adn, condensan lo mejor del rock más recio de las
últimas décadas, de Sabbath y Vox Dei a Divididos y Nirvana: riffs de acero, buenas
melodías, cambios de ritmo, letras escépticas y furiosas.
Otra podrá ser la banda del momento en términos de masividad. Eruca es
la banda que hay que ir a ver antes de que entren a un estadio y no salgan más.
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