10 de julio de 2012

Luiz Carlos Borges: El sur como destino





¿El Sur es un destino? Para Borges, seguro que sí. Para los dos Borges. Para Jorge Luis y para Luiz Carlos. Hablemos del segundo, del Borges brasileño, cantor, acordeonista y –sorpresa para muchos– chamamecero. Nacido en Río Grande do Sul, Borges, el mismo, viene de esas regiones fronterizas que tanto encendían la imaginación de Borges, el otro.

De esas regiones de clima subtropical, muy distintas al Brasil de la postal, con cuyas músicas (y las de este lado de las fronteras, que en realidad son las mismas: chamamé, milonga...) algunos reclaman fundar un templadismo contra el tropicalismo institucional de la MPB. Aquel inició su carrera a los siete años, en los ’60, en un conjunto llamado Los Hermanos Borges.  En los ’70, fue uno de los renovadores del folklore del sur y a partir de los ’90 se convirtió en un visitante habitual de nuestro país.

Hoy, en Buenos Aires, ya juega de local. No solo fue uno de los invitados de Cantora, el disco que terminó siendo el testamento musical de la Negra, sino que también editó un disco titulado Con amigos argentinos, por el que desfilan la propia Mercedes, Teresa Parodi, Liliana Herrero, Raúl Barboza, Juan Falú y Tarragó Ros, entre otros.

¿El Sur es un destino? Quizás sí. Corrientes a nosotros nos queda al norte y lo vemos festivo. A Borges, hombre del sur, le queda al sur. Quizás por eso su chamamé es un chamamé melancólico, reflexivo, a veces hasta triste. Pero que muestra con bella sencillez la idiosincrasia del Brasil que no miramos (ni escuchamos).

6 de julio de 2012

Catupecu Machu: Hay rock




Optimismos aparte, no han sido grandes años los últimos para el rock argentino. Nuestros héroes son casi los mismos que hace dos décadas. Charly, Spinetta, Solari, Cerati y demás emergentes de los ’70 y los ’80. No es que no haya salido nada. Pero –por distintas razones– a las buenas bandas les cuesta destacarse y muchas de las que se destacan no son tan buenas bandas. Si con alguna no se cumple eso es con Catupecu Machu.

De 1994 a hoy, de a poco, con mucho laburo, se erigieron en referentes indiscutidos del rock del siglo. Mutaron –nunca se achancharon– mientras seguían siendo los mismos. Arriesgaron y en ese riesgo definieron una identidad. Sufrieron golpes y reorganizaciones (al punto de que solo Fernando Ruiz Díaz –y su hermano Gaby, como ángel tutor– queda de la banda original), pero nunca perdieron la mística de un colectivo.

Con Agustín Rocino en batería, Macabre en teclados y samplers y Sebastián Cáceres en guitarras y bajo, Catupecu está en uno de sus mejores momentos artísticos. El mezcal y la cobra (2011) ratifica las líneas que la hicieron ser lo que es, una banda distinta y popular a la vez. Un sonido sucio, crudo, confuso (en el buen sentido de que condensa una época donde las cosas estás cada vez menos claras), incendiario. Una voz que encarna al borde del quiebre una poética personalísima, repleta de símbolos y referencias, compleja, lejos –tan lejos– de las boberías que nos habituamos a tolerar.

Por si fuera poco, en el escenario es demoledora. El Luna Park de diciembre lo volvió a demostrar. Afilada, jugada, comunitaria y festiva, Catupecu se encuentra a sí misma ahí, en la potencia del vivo. Eso es el rock. Eso es una buena banda de rock.

Vitale/Condomí: Un tratado sobre la voz




La voz tiene esa resonancia ineludible de lo arcaico. Pocas cosas –ninguna, en realidad– acompañaron al ser humano en su trayecto musical durante tantos miles de años. Es difícil no pensar en eso cuando uno escucha el último disco de Liliana Vitale y Verónica Condomí, Humanas-voces- (2009). En eso, y en el nivel de compenetración que alcanzaron.

Pero hay que decirlo: la grabación no es más que un registro pobre de lo que ocurre con ellas en el escenario. Si cada presentación del dúo tiene sus momentos de adhesión automática (como las hermosas versiones de “La estrella azul”, “Arde la vida”, “Doña Ubenza” o “Que ves el cielo”, por citar solo temas incluidos en el disco), ninguno alcanza la magia de cuando Condomí y Vitale improvisan.

Treinta años de (intermitente) trabajo a dúo les dan una comprensión mutua que sólo experiencias de ese tipo dan. Y eso se percibe en cómo una es capaz de apropiarse de un motivo de la otra y hacerlo suyo; en cómo juegan –literalmente– con las posibilidades armónicas de un contrapunto; en cómo una pequeña inflexión despierta todo un desarrollo en la otra.

Acompañadas la mayor parte del tiempo con instrumentos “primitivos” (tambores de cerámica, calabazas y madera, semillas, palos de lluvia, udu, cascabeles, caja, caxixi) Condomí y Vitale suenan –aunque parezca paradójico – tremendamente contemporáneas. Lo suyo no es ni un escaparate antropológico ni música de relajación. Mucho menos virtuosismo gimnástico.

Si algo conmueve es la sutileza y seriedad de su propuesta. Son dos artistas cuya capacidad e ingenio están absolutamente subsumidas a la creación. Escucharlas en vivo es como leer un tratado de las posibilidades de la voz en la música popular.