Optimismos aparte, no han sido grandes años los últimos para el rock
argentino. Nuestros héroes son casi los mismos que hace dos décadas. Charly,
Spinetta, Solari, Cerati y demás emergentes de los ’70 y los ’80. No es que no
haya salido nada. Pero –por distintas razones– a las buenas bandas les cuesta
destacarse y muchas de las que se destacan no son tan buenas bandas. Si con alguna
no se cumple eso es con Catupecu Machu.
De 1994 a hoy, de a poco, con mucho laburo, se erigieron en referentes indiscutidos
del rock del siglo. Mutaron –nunca se achancharon– mientras seguían siendo los
mismos. Arriesgaron y en ese riesgo definieron una identidad. Sufrieron golpes
y reorganizaciones (al punto de que solo Fernando Ruiz Díaz –y su hermano Gaby,
como ángel tutor– queda de la banda original), pero nunca perdieron la mística
de un colectivo.
Con Agustín Rocino en batería, Macabre en teclados y samplers y Sebastián
Cáceres en guitarras y bajo, Catupecu está en uno de sus mejores
momentos artísticos. El mezcal y la
cobra (2011) ratifica las líneas que la hicieron ser lo que es, una banda distinta
y popular a la vez. Un sonido sucio, crudo, confuso (en el buen sentido de que
condensa una época donde las cosas estás cada vez menos claras), incendiario. Una
voz que encarna al borde del quiebre una poética personalísima, repleta de
símbolos y referencias, compleja, lejos –tan lejos– de las boberías que nos
habituamos a tolerar.
Por si fuera poco, en el escenario es demoledora. El Luna Park de diciembre
lo volvió a demostrar. Afilada, jugada, comunitaria y festiva, Catupecu se
encuentra a sí misma ahí, en la potencia del vivo. Eso es el rock. Eso es una
buena banda de rock.
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