10 de mayo de 2011

Kovadloff + Moguilevsky + Lerner: Cortázar

Un tal julio

La idea de ver a Santiago Kovadloff leyendo a Cortázar me generaba una mezcla rara de atracción y desconfianza. Kovadloff, filósofo, escritor y poeta, pero también contertulio de Macri, Chiche Duhalde, Francisco de Narváez, le ponía voz al escritor que hizo de la revolución una profesión de fe.

Los celebrados antecedentes de Informe Pessoa (2006) y Lo que Borges nos contó (2008), espectáculos montados también en Clásica y Moderna, y la presencia de César Lerner y Marcelo Moguilevsky, dos músicos a los que le firmo cualquier cheque en blanco, terminaron de decidirme.

Llegué a la tradicional librería-café de la avenida Callao en medio de una tormenta bíblica, el día del estreno. Pero, como la lluvia torrencial, esa noche la política no transpuso el umbral. Al menos la política en el sentido más mundano: entró, sí, esa política de la lengua que Cortázar practicó con la misma pasión y entrega, con el mismo radicalismo que asumió en sus tomas de posición ideológicas.

Como ocurrió con Fernando Pessoa y Jorge Luis Borges, Un tal Julio es un recorrido verbal y musical por el universo del escritor, a través de algunos de sus textos más emblemáticos y de otros –firmados por su amigo Eduardo Jonquières, la uruguaya Cristina Peri Rossi y el propio Kovadloff– que sirven a completar el cuadro.

Varios pasajes célebres de Rayuela (“El paraguas”, “Apenas él le amalaba”, “Rocamadour”, “Toco tu boca”); “Las líneas de la mano” (de Historias de Cronopios y de Famas); un diálogo entre Johnny Carter y Bruno, de “El perseguidor”; un par de cuentos de Final de juego (como “Continuidad de los parques”); algo de La vuelta al día en ochenta mundos; los textos se suceden en la voz profunda y cavernosa de Kovadloff, jalonados por música compuesta especialmente para el espectáculo.

La selección, claro, se mueve dentro de lo que cualquier lector de Cortázar maneja como información básica. Una especie de greatest hits en el que no hay tensión ni choque con las expectativas del espectador. La premisa, por el contrario, es el placer del recorrido mutuo. Si alguna forma de distanciamiento aparece, es la que imponen los escenarios que, cuando no indeterminados, son franceses. Es un Cortázar a la vez familiar y extranjero, aquel de la erre del tozudo acento belga.

Lo que interesa a Kovadloff, Moguilevsky y Lerner, incluso si el fragmento proviene de una novela o un cuento, no es el Cortázar narrador de historias sino el Cortázar poeta, el experimentador de la palabra. Y lo que hace la supresión del contexto –a través de la selección– o lo difuso de las referencias geográficas es justamente eso: colocar en primer plano la relación juguetona y sensual que el escritor mantenía con la lengua.

Cuando lee, Kovadloff no declama. No actúa. No gesticula. Sentado con sus manos sobre las rodillas, su voz sola basta para sostener y proyectar el mundo cortazariano, para interpretarlo, re-crearlo, para hacer presente la voz ajena a través de la propia y hallar una voz propia en la voz ajena.

Pero Un tal Julio no es una lectura en voz alta acompañada de música. Es un diálogo de cuatro artistas, en el que Lerner y Moguilevsky participan en pie de igualdad con Cortázar y Kovadloff. El primero, al piano, con acordeón y elementos de percusión; el segundo, con clarinete, clarinete bajo, armónica y arpa de boca. Ambos reponen con sutileza y hondura, y también con alegría, en el plano musical, las tonalidades que Cortazar exploró en esos pasajes.

En las piezas recurren al jazz (tan caro a un tal Julio…), a la música klezmer (en la que el dúo trabaja desde mediados de los ’90), al vals y la tradición centroeuropea, incluso a una habanera (que mucho remite a esos tangos un poco burdos que músicos judíos compusieron a comienzos del siglo XX: otra vez, lo familiar devuelto en un aire de extranjería). La música, en su abstracción, en el recogimiento a que invita, dispara los sentidos de los textos, los subraya y los comenta, prepara el escenario para las palabras que vendrán.

En tándem con el indudable talento de Kovadloff como lector, la música participa por derecho propio (a fin de cuentas, Cortázar era también un melómano) en la celebración de una poética que, aunque deba cargar con el peso de haberse transformado en insignia literaria de toda una época, está mucho más vigente de lo que algún gesto esnob pudiera pretender.

Una poética que es también una política del lenguaje y del arte. Esa fue, sí, la política que cruzó el umbral aquella noche, mientras afuera diluviaba. 


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.

6 de mayo de 2011

Eddie Shaw: el heredero de Howlin' Wolf



Excepto algunos grandes nombres, la escena del blues de Estados Unidos es una escena reducida, en la que enormes músicos sobreviven en pequeños bares de blancos o sueñan con saltar el cerco del público negro y llegar a las mejor dotadas billeteras caucásicas. Tras el auge de los ’60 y ’70, el género cayó muchos puestos en las preferencias anglosajonas. La segunda generación de la movida de Chicago nunca pudo ocupar los espacios que dejaron vacantes Willie Dixon, Muddy Waters, Howlin’ Wolf o Jimmy Reed.

Paradójicamente, esa circunstancia transformó el estrecho circuito en una mina de oro para productores y público de una ciudad con un pequeño y fiel corazón blusero como Buenos Aires. El año pasado vino John Primer, último guitarrista de Muddy Waters, y encendió el húmedo auditorio del Bauen. Ahora llega Eddie Shaw, saxofonista que integró el grupo de Waters, fue arreglador en decenas de grabaciones (entre ellas, de Dixon) y un pilar de la banda de Howlin’ Wolf. A tal punto que, tras su muerte, siguió al frente de la agrupación bajo el nombre de Eddie Shaw & The Wolf Gang.

Con un estilo personal (adopta en el canto algunos yeites del vocalista que aullaba como lobo y elige en sus solos de saxo frases punzantes y entrecortadas, como si tocara la guitarra), mucho, mucho oficio, ganado en horas sobre el escenario, y –seguramente– un agudo sentido del show (para el músico de Chicago el blues no es solo tristeza, es también sensualidad, baile y diversión), Eddie Shaw dará cátedra en La Trastienda.

3 de mayo de 2011

Tonolec: Mutatis mutandi



Tonolec no gusta ni de los cambios bruscos ni de la inmovilidad. Prefiere, más bien, explorar cada vez porciones nuevas del terreno con paso cauto y herramientas conocidas. En 2005, con Tonolec, el dúo chaqueño formado por Charo Bogarín y Diego Pérez sorprendió a todos con su ajuste –tan respetuoso como contemporáneo– entre los cantos tobas y la electrónica. A tono con los transitados senderos internacionales de la etno-electrónica, pero con un nivel de profesionalismo y sinceridad que desmentía cualquier acusación de oportunismo. En Plegaria del árbol negro (2008) y en presentaciones en vivo plasmaron algunos giros sobre la propuesta inicial: su consolidación como compositores, la aparición de piezas folklóricas clásicas, el ensayo del formato acústico.

Tonolec Folk - Los pasos labrados (2010) registró una nueva mudanza. El disco es un homenaje a la música latinoamericana, a través de un repertorio ajeno en el que sobresalen las firmas de Violeta Parra, Ramón Ayala, Luna-Ramírez, Daniel Toro, Gieco, Cocomarola y Yupanqui. Hay programaciones, pero también un acriollamiento de los instrumentos y un alejamiento de las formas más pop en el canto.

Luego de aquel impacto inicial, Tonolec no volvió a sorprender, pero tampoco nunca defraudó. La honestidad de su propuesta (tenían una puerta abierta a la pista de baile y decidieron no cruzarla), la química entre ellos y la tremenda fuerza escénica de Bogarín hacen de cada recital una verdadera experiencia. 


* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.