Grandote,
popular, irreverente, conflictuado, envuelto en mística. Para muchos, para casi
todo el público de Massacre, Ringo Bonavena, el hulk de Parque Patricios que
casi despacha a Muhammad Ali en Nueva York, era un nombre al pasar, una
presencia difusa en una anécdota de un padre, de un abuelo, en una efeméride
televisiva. Desde el año pasado, Ringo es
la figura que aglutina uno de los mejores discos de rock argentino del año
pasado, firmado por la banda que encabeza el grandote, popular, irreverente,
conflictuado y envuelto en mística Walas.
A muchos les
parece mentira que Massacre lleve más de 25 años en los escenarios. Hasta El Mamut (2007),
el discazo que los puso a girar en la órbita de los grandes planetas del rock,
era una contraseña del mundillo under,
pronunciada por skaters, punkrockers y demás habitantes de los pequeños mundos
de la subcultura. Pero un día Massacre explotó. Hoy, consolidada entre las
bandas más consistentes de la escena porteña, ocupan un lugar que quizás les
resulta tan acogedor como incómodo. Llevan el adn del under, de todo lo que el
rock podía tener de contracultural, de resistencia (no confundir con aguante).
Pero se encontraron siendo una banda emblemática, masiva, radiable, vendedora.
El cambio
vino, es verdad, con un cambio también en la manera de concebir su música. Pero
sólo los más radicales pudieron ver ahí, forzándolo, un aburguesamiento. Que su
música se hizo más cancionera, es verdad. Que se hicieron condescendientes, no
lo creo. Mientras siga el autocuestionamiento (frente a la seguridad un poco
idiota de mucho rock de acá… y de allá) y la poética turbada. Mientras perdure
el poder corrosivo de ese glam tercermundista que recupera aquello que tenía el
glam histórico, antes de que mutara en fetiche o cáscara vacía. Walas en el
escenario, sus calzas y sus guantes, su sobrero y su tapado, sus pechos, su
panza, su purpurina de sudor. “Ningún
invierno empieza si mantenemos vivo el deseo”.