Carnota es
un imprescindible de la música argentina. Y en esas situaciones es cuando uno
termina de entender por qué. Porque en vivo –como pasa en Runa (2011)– esa voz, esa guitarra y
esa poesía bastan por sí solas. Y también porque Carnota, porteño de nacimiento, es una de las palancas de la transformación que
hubo en los últimos años en la composición en la música de raíz folkórica. Sus
chacareras
asimétricas (“con piques de más”), sus zambas cruzadas
por acordes de blues, establecieron un piso sobre el cual se edificó buena
parte del lenguaje del –llamémosle– nuevo folklore urbano.
Porque su
obra es una lúcida lectura urbana de la tradición rural. Urbana en el sentido
de que debe al tango y al rock tanto como a Yupanqui y Leguizamón. Deplora el paisajismo, la consigna, la celebración boba del estereotipo. El campo de Carnota es un espacio de soledad, de derrotas, y también de
dignidad. “De pobreza por afuera y de esperanza
por dentro”, como el rancho de Pedro Evaristo Díaz en “Pa’l amigo”. Es ese Santiago mítico, cargado de historias y fantasmas, que oculta en sus montes
resecos la cara ambigua del dolor y la fiesta. Metáfora que condensa algo
que va mucho más allá de los límites de la provincia y se expande hacia las
alturas de los andes y hacia el litoral.
* Esta es una versión de una nota publicada en Planeando sobre BUE.
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