Imponente en el escenario con sus dos metros de altura, su cabeza de
moái de la Isla de Pascua y su aullido lobuno (de donde viene su sobrenombre), Howlin’
Wolf fue uno de los más personales intérpretes y compositores de blues. Por eso
es difícil encontrarle un heredero. Sin embargo, cuando uno escucha a Eddie
Shaw, por su vínculo personal y por ciertos guiños que hace al oído, ¿cómo
esquivar la tentación de decir que, si hubiera alguno, hoy sería él?
El saxofonista entró y salió de la banda del Lobo varias veces desde
1958, compuso y arregló para ella y finalmente se quedó con parte de ella
cuando el líder murió. En los más de 35 años que pasaron desde entonces, Shaw
construyó una sólida carrera solista con algunas canciones contundentes (uno
tiene la sensación de que, de haber sido líder en los 50, más de una sería ya
un clásico) y un estilo como saxofonista hecho de frases cortas y estridentes, con
notas como pinchazos y el aire agitando con violencia la lengüeta del instrumento.
Como vocalista, claro, ostenta una voz tan rasposa y grave como cabría esperar,
a veces dibujando, casi tímidamente, como homenaje, esas líneas sinuosas que
tanto caracterizaban a Wolf.
A sus 76 años y en muy buena forma, Shaw lamenta que los nietos y
bisnietos de su generación desconozcan el blues y se vuelquen a las más
redituables arenas del hip hop, pero sigue dando batalla desde un género que,
como en sus orígenes, florece en los márgenes del mainstream. Como eligió titular uno de sus discos: “No puedo parar
ahora”.
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